Mi desengaño más fuerte sucedió el día en que decidí
ayudar con la catequesis. Tendría como trece años y me llamaba poderosamente la
atención lo que se hacía en las aulas del piso superior de la iglesia. Hablé
con el párroco Don Manuel y aceptó mi ayuda con mucho gusto; me mostró las
instalaciones y me asignó un grupo de niños que se estaban preparando para
hacer la primera comunión. Don Manuel me entregó un libro de oraciones que los
alumnos tenían que aprenderse para el próximo día; mientras tanto yo pensaba:
“Como las oraciones se emplean para hablar con Dios lo mejor será que los niños
escriban sus propias oraciones para comunicarse con el Altísimo”.
Cuando el sacerdote, que supervisaba cada grupo, se
acercó al nuestro “se armó la de Dios es Cristo”. ¡Qué demonios!, eso que
estaba oyendo recitar a los infantes no entraba dentro de la normativa de la
iglesia. ¿De dónde habrían salido semejantes oraciones? Me miró de un modo
amenazante y yo hice lo posible por explicarme, pero su respuesta fue que no
volviese nunca más por allí. Bendita misericordia.
Y esa fue mi breve trayectoria como profesora de
catequesis. No comprendía nada. Conclusión: “Don Manuel no entendía a Dios”.
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